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Navidades blancas (1954) por El Despotricador Cinéfilo


Existen ciertas películas que son como los muebles de Ikea, es decir, prefabricadas y que se montan fácilmente siguiendo siempre los mismos pasos. ¿Y cómo es posible que algunas películas se puedan montar sin haberla visto nunca antes? Pues sí, porque hay películas tan manidas, previsibles y de consumo directo para el público que dicho público las va montando mientras las ven. Y un caso bien representativo es “Navidades blancas”.

Se podría decir que “Navidades blancas” no es una película, sino un producto de consumo que poco difiere de las salchichas o embutidos que se compran en el “Carrefour”, pues al igual que dicha comida el efecto es el mismo: te da un placer previamente conocido, uno en el paladar y el otro en las emociones más básicas y primarias.

¿Estoy intentando decir entonces que “Navidades blancas” es una mala película porque es tan pueril, previsible, aséptica, pura e inocente que no hay espacio para una mínima sorpresa o interés cinematográfico? Pues no, o no exactamente. Por una parte es una película terriblemente mala, pues sabes continuamente lo que va a pasar en cada escena (incluso, si me apuran, hasta adivinas los diálogos).

Pero por otra parte si eres capaz de comprender que es un mero consumo comercial y te adentras, eso sí, muy inocentemente, en el film, entonces podrás volver a revivir la idéntica sensación experimentadas en cientos de films previos del mismo patrón argumental.

Y es que hay películas que hay que verlas con el piloto automático desconectado, pues sino te puede llegar a asquear esos diálogos tan edulcorados, esos sentimientos tan pueriles, entrañables, pastelosos y navideños, la descarada pomposidad, el tono infantil y sobre todo el tremendo puritanismo que asolaba el cine americano en los años 50 (menos mal que “El apartamento” (Wilder, 1960) acabaría contundente y tajantemente con ello de un plumazo).

Pero cuidado, no desvaloremos los méritos de “Navidades blancas”, pues vista con ojos de niño estamos ante un musical magnífico (que grande era Irving Berling), unas coreografías espectaculares y espléndidas, una Rosemary Clooney en estado de gracia (mucho mejor que los otros 3 protagonistas) y un producto prefabricado que, como todo producto prefabricado, está calibrado al milímetro para producir su efecto.

Pero claro, ¿es eso realmente lo que queremos? Es la gran diferencia entre arte y artesanía, o más claramente dicho, entre un marmitako elaborado con pasión y amor frente a la hamburguesa industrial del Burger King.

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