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Lágrimas furtivas (2009) por Francisco Rodríguez Criado

Si tuviera que hacer un listado con mis diez películas favoritas, citaría en primer lugar El apartamento (Billy Wilder, 1960) y Entre copas (Alexander Payne, 2004). Y ya habría tiempo después para hurgar en mi corazoncito hasta dar con las ocho restantes.

Supongo que a ningún cinéfilo le habrá dado por asociar ambas películas (más allá de su calidad cinematográfica), pero me ocurre que cuando veo El apartamento pienso en Entre copas y cuando veo Entre copas pienso en El apartamento. Casi medio siglo media entre una y otra, pero quién lo diría. La soledad que aflige a sus personajes, varones de clase media con estigma de taciturna marginalidad, es, creo, el invisible nexo de unión de estas –para mí– dos primas hermanas.

¿Por qué me decanto por estas películas y no por otros clásicos como Ciudadano Kane o Casablanca? Supongo que porque me identifico más con la tragicomedia de los personajes de los dos primeros títulos, cuyas historias, salvando sus diferencias estéticas, parecen escritas por la vida misma. Sin embargo, en Ciudadano Kane y en Casablanca, también obras maestras, sus propuestas no son espejo de la cotidianidad sino que se articulan mediante un guión novelesco; y hoy, adelanto, vengo a defender las historias sin artilugios.

Hago estas reflexiones porque tengo la sensación de que muchos filmes que se estrenan en los últimos años en las salas comerciales (valgan como ejemplos Duplicity, Wanted, Transformers o la saga A todo gas) dan la espalda a las historias sencillas y conmovedoras a favor de un cine de acción trepidante e inverosímil, en ocasiones laberíntico, que fuerza al espectador a ir uniendo las escenas a velocidad de vértigo. (Y tanta premura, ¿para qué? ¿Cuál es el poso que nos queda al final del metraje?).

La emoción que antaño se derivaba de las relaciones humanas ha degenerado hoy en una emoción al servicio del espectáculo. Hemos pasado, ay, de Marty a Matrix.

A veces echo de menos aquellas noches de mi infancia en las que toda la familia nos reuníamos al calor de la mesa-camilla del comedor para disfrutar películas sencillas y llenas de emoción que nos permitían reconciliarnos con la humanidad y soltar una lágrima furtiva cuando nadie nos miraba.

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