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Martín (Hache) (1997) por Anónima


"Todos los hombres, hermano Galión, quieren vivir felices" escribe Séneca al comienzo de De vita beata. Ese supuesto del que parte el filósofo cordobés -la universalidad de la apetencia de felicidad y la estrecha relación entre vida y felicidad- es uno de los temas fundamentales de Martín (Hache), excelente y compleja película de Adolfo Aristarain que presenta una serie de personajes, todos desencantados en cierto modo, autodestructivos y envueltos en un halo de fatalidad que los arrastra. De hecho, toda la película está impregnada de ese fatalismo de tango, pero, al igual que en el baile rioplatense, el caos es solo la antesala de un nuevo orden que surge tras la catarsis del dolor profundamente sentido.

Martín (Hache) cuenta la historia de un joven argentino a caballo entre la adolescencia y la edad adulta que deja Buenos Aires y viaja a Madrid para vivir con su padre, reconocido guionista y director de cine, un hombre hermético que se aísla voluntariamente tras una férrea coraza que no deja vislumbrar las inseguridades que lo acosan o la nostalgia que lo abisma. A Martín (padre) (Federico Luppi) lo acompañan su amigo Dante (Eusebio Poncela) y su novia (Cecilia Roth). Martín (hijo) (Juan Diego Botto) acaba de recuperarse de una sobredosis (¿intento fallido de suicidio?) y se encuentra perdido. Como si de una novela de formación (Bildungsroman) se tratara, la película narra el aprendizaje del chico hasta que consigue tomar las riendas de su propia vida. Estrechamente relacionado con este proceso de búsqueda de su propia identidad está el viaje a Madrid, viaje iniciático, que implica también un viaje interior.

Según ha reiterado el propio director, el tema nace del temor de un padre a que su hijo adolescente se dé de bruces contra la realidad. Y es que Martín (Hache) sale a su encuentro con la vida, ese "lugar extraño" (en palabras de Luis Antonio de Villena), y en busca de su lugar en el mundo. Hache ni siquiera tiene nombre (Martín es el nombre del padre y a él lo llaman Hache por la "h" de "hijo"), y ha de encontrarlo, pero la frustración inicial que produce la imposibilidad de reconciliarse con el padre lo aboca a una lucha en la cual, para ser, debe "matar al padre" o ser fagocitado por él. Aparentemente, el hijo, cual Júpiter redivivo, logra vencer al padre, encarnación de Saturno. Sin embargo, Aristarain reescribe el mito y, al final, logran un entendimiento. Entonces Hache puede continuar la búsqueda de su propio camino a través del regreso.

No son nuevos, en el cine, los temas de la incomunicación, la soledad o la complejidad de las relaciones afectivas. Otros directores abordaron semejantes aspectos vitales con gran maestría, como Ingmar Bergman (mediante largos planos secuencia y silencios) o Michelangelo Antonioni (con su peculiar estilo minimalista); pero si Antonioni supo retratar como nadie la soledad y la incomunicación mediante los silencios y los tiempos muertos, Aristarain demuestra que es posible el extremo contrario: hacer un filme sobre la incomunicación con un exceso de palabras.

El director argentino plasma la falta de comunicación y la soledad de otro modo. Sus personajes están solos, aunque conviven con otros, porque hay distancias insalvables entre ellos. Sin embargo, ese aislamiento no surge tampoco del pudor a expresar los sentimientos, pues los personajes de Martín (Hache) desnudan el alma sin pudor. El problema es que el diálogo es sustituido por una serie de monólogos sucesivos o, lo que es aún peor, que el poder transformador de la palabra se emplea para herir o anular al otro.

La palabra adquiere una importancia enorme, tiene entidad, corporeidad. Las palabras construyen el mundo y en virtud de esa capacidad creadora de la realidad, son más reales que aquel que las pronuncia, pues los personajes son en la palabra. Asimismo, las palabras son el único instrumento de que disponen para luchar contra su propio caos interior y contra el desorden, no siempre aparente, que los rodea. Sin embargo, aunque el lenguaje humaniza, abre, paradójicamente, una brecha perpetua entre el ser humano y la felicidad primigenia.

Billy Wilder decía que lo más importante es tener un buen guión. En Martín (Hache) constituye una apoyatura básica, y solo su solidez salva la película de caer en un grave error que algunos han denominado "sobresaturación dialógica". Y es que aquí el guión es el pilar fundamental que sustenta el filme, en el cual minimalismo y teatralidad se dan la mano para crear un tipo de cine filmado, como Vicente Aranda dijo, "con actores y paredes".

Con todo, se echa en falta una mejor técnica de cámara, pues, lamentablemente, los encuadres no están a la altura del resto del filme, y la fotografía, paupérrima, ni siquiera es capaz de reflejar la belleza que, sin artificio, ofrecen ciertas realidades filmadas.

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