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Despedidas (2008) por Francisco Rodríguez Criado
El cine ha sido desde sus orígenes, por activa o por pasiva, un canto a la vida. Se hacían –y se hacen– películas para potenciar el lado positivo del mundo que nos ha tocado en suerte. Por esto es inusual ver una película que dedique todo su metraje a la otra cara de la moneda, la muerte, tema tabú por excelencia (sobre todo en Occidente). No por banal, sino por todo lo contrario: la muerte rige nuestros destinos, pero mirarla a los ojos nos resulta un gesto insufrible. Afortunadamente, no todas las culturas esconden sus miedos bajo la alfombra. Japoneses, claro, tenían que ser los autores de Despedidas (Yojiro Takita, 2009), una película que logra establecer un diálogo con el espectador sobre lo que supone la última despedida (el umbral) y los ritos que de él se derivan.
El argumento tiene cierto aire de textamento: Daigo, un joven que pierde su puesto como intérprete del violonchelo en una orquesta de Tokio, acaba trabajando como amortajador en su ciudad natal, al noreste de Japón. Si a priori la del músico y la del amortajador parecen profesiones antagonistas, acaban no siéndolo tanto, porque en Despedidas amortajar un cadáver se convierte en un acto humano a la vez que artístico.
La película viene a restituir la maltrecha figura del gremio funerario, a quienes vemos –lo dice uno de los personajes– como gente que hace negocio con los muertos. Despedidas ha sido profeta en su tierra y fuera de ella. Diez premios en Japón y el Oscar a la Mejor Película Extranjera de 2008 atestiguan que se le puede guiñar un ojo a la muerte cuando se hace con buen gusto, sensibilidad y ciertas dosis de sano humor.
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