A menudo recuerdo, sin nostalgia, aquellas largas tardes infantiles en las que me sentaba, al amor de la lumbre, como dijo Unamuno, a soñar con la magia del cine. En aquel tiempo las películas ejercían sobre mí una fascinación extraña, gozaba de ellas con la mirada pura de quien ve algo por primera vez. Hoy, por fortuna, conservo aquel primer asombro que sentí cuando me poseyó el demonio del séptimo arte.
Al lado de las llamas que crepitaban, tan solo interrumpida por la visita ocasional de mi bisabuelo, que se deslizaba a través de la cocina como una sombra más de las que bosquejaba el fuego, descubrí el hechizo del celuloide.
A mi izquierda, Mimí, la perrilla que me hizo sentir por primera vez, con su muerte, el dolor de la pérdida, el bronco silencio de la ausencia. Su imagen siguió en mi retina mucho tiempo después de que se fuera y mil veces la vi como un espejismo fugaz y evanescente que me dejaba siempre un reguero de sombra en el recuerdo. Cinco años atrás, sin embargo, había aceptado la muerte de mi padre con una aparente madurez y una serenidad rayanas en la indiferencia. Supongo, sin embargo, que era solo inconsciencia. Al fin y al cabo, tenía tres años y la muerte era un rincón extraño al norte de la fantasía.
Y yo, que era una niña fuerte en apariencia, que jamás lloré cuando me caí, desnudaba mi corazón a solas, y lloraba; tal era mi empatía con los sentimientos de aquellos rostros grises que poblaban la pantalla. El cine prendía y avivaba mi lábil hipersensibilidad o hiperestesia. Y yo, que no me había condolecido por la muerte de mi padre, en cambio, sentía, con cada muerte de ficción, que las campanas doblaban por mí, como en el famoso poema de John Donne.
Ahora, al desandar las sombras, urgando en la escombrera de mis recuerdos cojos, me asomo a los silencios y, en vano, destejo telarañas; no consigo evocar cuál fue la primera película que prendió mis sueños. Me parece atisbar, sin embargo, el primer filme que, a los 5 años, me dejó un poso (indeleble) de tristeza. Fue, si mal no vislumbro, La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968).
Desde los albores de la humanidad el terror ha sido un elemento fundamental de la cultura, del arte, de la religión. Y es que el miedo es connatural al ser humano, y este no puede sustraerse al poder omnímodo de aquel. El temor ancestral a ser devorado es una angustia atávica. Tal vez por eso me impresionó esta película, porque apelaba a los instintos primigenios, porque el miedo se encarnaba y tenía cuerpo. Ahora es difícil saberlo: "La mente —ya lo dijo Borges— es porosa para el olvido". Recuerdo, eso sí, que mi mente era dúctil y clarividente en aquel tiempo, y comprendí, sin raciocinio, las metáforas que encerraba la película. Nunca olvidaré la sensación que me produjo, inmersa en ese marco de verosimilitud con tonos expresionistas que tanto me amedrentó entonces, la atmósfera opresiva y claustrofóbica de La noche de los muertos vivientes (título original: Night of the Living Dead). Siempre recordaré aquel sentimiento hondo de desesperanza que me causó la muerte del héroe al final.
A partir de ese momento me enamoré del cine de terror. Me gustaba aquella sensación extraña que me producía, singular mezcla de placer e inquietud, goce y desasosiego. A través del terror ficticio exorcizaba —pienso— mis propios miedos; y volvía, tras la catarsis, al tiempo (caduco o eterno) de la vida.
Hoy, después de tantos años y películas, es tal mi apego al cine, de tal manera ha arraigado en mi alma, que no podría ya vivir sin él. En mi memoria, incapaz de albergar todos los filmes que he visto, permanece ese inefable sedimento que engrandece el espíritu, ese algo extraño e indescriptible que nos deja cada película que vimos y olvidamos: un no sé qué que queda.
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