El Despotricador Cinéfilo, desde su retiro veraniego a orillas del mar Mediterráneo, me ruega que no posponga más este vuelo alicorto de palabras, que no alargue más este silencio. Me avengo a intentarlo a como dé lugar, aunque en ello vaya la vida de la última de mis exiguas ideas, consumidas ya por este calor estival que extenúa las sombras.
Zozobra el pensamiento, vano es el esfuerzo de amarrarlo si él mismo busca los vientos que lo arrastran a holgar en playas cálidas como cuerpos o a beber en riachuelos de frescura que amengüen la sed de las estepas. Bucearé en el recuerdo, fuente inagotable de mentiras —dijo alguien, o quizá no—; trataré de encontrar un camino entre “el olvido y la memoria” (como cantaba Sabina en “Esta boca es mía”). Pero ¿qué es la memoria?, ¿conjetura de sombras?, ¿el vislumbre certero de imágenes borrosas?, ¿acaso es un ensueño?, ¿el galope de un corazón en el letargo? Seguramente nadie ha sabido expresarlo como el poeta José Manuel Regalado en estos versos: “El alacrán bajo la piedra / es una estrella desvaída. / ¡O la memoria misma!”
A los siete años no me gustaban las películas de soldados. Sin embargo, los musicales despertaban en mí emociones ancestrales y primigenias. Pero, ay, crecí, y mi adolescencia se llenó de misterios insondables, como el de por qué dejaron de gustarme los musicales, y no es que me produjeran una náusea existencial, qué va, yo entonces aún no había leído a Sartre (claro que ¿hace falta haberlo leído?); era pura aversión, malestar e incluso irritación. De tal manera me afectó que durante unos años fui incapaz de ver un musical de principio a fin, ni siquiera lo intentaba. Supongo que mi mente buscaba erróneamente una verosimilitud mal entendida; se esforzaba en hallar, sin éxito, una ilación lógica, un engranaje racional. Hay quien piensa que eso que algunos consiguen magistralmente en la literatura (por ejemplo, Cervantes en El coloquio de los perros) difícilmente tiene cabida en este género cinematográfico.
Pero ¿acaso no es verosímil un musical? ¿No existe, de antemano, un pacto tácito entre el texto fílmico y el espectador que asiste a la proyección de una película de este tipo? Hemos de tener en cuenta que la verosimilitud cinematográfica, al igual que la literaria, no depende de la fiel reproducción de la realidad, la cual es externa al texto, sino que está sujeta a leyes internas de la obra. Así, será la película la que cree su propia verosimilitud.
Y yendo aún más lejos, no entiendo por qué no ha de tener visos de realidad. ¿No ha formado, por fortuna, la música parte de la vida desde el principio de los tiempos? ¿No constituye el canto una parte intrínseca del ser humano? A diario entonamos canciones tristes cuando la pesadumbre aguijonea el ánimo; alegres cuando, exultantes de felicidad, sentimos la necesidad imperiosa de expresar la dicha. Y cantamos cuando estamos nerviosos o aburridos, para aliviar las sombras, como bálsamo contra el dolor, y hasta cuando un acorde en el viento nos trae memorias fugaces que creíamos olvidadas. ¿Quién no guarda una balada junto a aquel primer beso?, ¿hay alguien que no conserve un instante hurtado al tiempo en la letra de una canción? De repente, una melodía suena y nos trae recuerdos de aquel amor adolescente que dejaba un aleteo de ruiseñores en cada caricia, o bien la imagen desteñida de aquel querer frustrado o de aquella historia de pasión malograda. Y, del mismo modo, hay canciones que te arañan la carcasa del alma subrepticiamente y, sin apenas notarlo, te estrían la mirada o te dejan un estigma de sombra en las pestañas, son esas que rememoran aquellos golpes de heraldo negro de los que nos habla César Vallejo.
No alcanzo a comprender por qué a ciertas personas no les parece verosímil, por ejemplo, que un grupo de marineros que conviven en la densidad claustrofóbica de un submarino de guerra pueda, de repente, ponerse a cantar y a bailar. Como si no hubiera lugar en la guerra para la evasión y el esparcimiento. ¿No se canta en los barcos, en las minas, en los campos de labor, en las prisiones?, ¿no cantaban los labradores (unas veces, todos al unísono; otras, solo uno, que amenizaba las largas jornadas) en los campos para, así, aligerar las tareas de la siega? Y el hilo musical, ¿no viene a ser una reminiscencia sofisticada de tal costumbre?
Pues bien, años después volví a dejarme fascinar por los musicales y fue, precisamente, al ver de nuevo Cantando bajo la lluvia (1952), no solo una obra maestra clásica, sino una de esas películas fetiche que conjuran la alegría, regocijan e inducen una sensación de bienestar y júbilo en el espectador. Por eso, hoy, perdida en esta canícula abrasadora, embriagada por este vaho lúbrico y delicuescente que emana la piel impregnada de sudor, solo Singin’ in the rain podía traerme ese soplo de frescura, ese vigorizante olor a tierra mojada, el agua que purifica y fecunda. En este filme se conjugan esa tendencia natural del ser humano a expresarse a través de la música (del canto y de la danza) y la lluvia. Y los dos elementos, unidos, ejercen un poder catártico y liberador.
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