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Dejad de quererme (2008) por Ricardo Ojalvo Rebollo


Hay quienes no llegan nunca a sentir ni una pizca de benevolencia, ni de encanto, en los días que el Ser supremo del que todo el mundo habla, o la simple casualidad de la evolución, nos ha proporcionado. Afortunadamente, éstos son los menos, puesto que la vida, por cruda que se presente, siempre ofrece un amanecer, una puesta de luna, un olor a lluvia, una caricia, o un sabor inexplicablemente reconfortante.

Por eso, por sufrido que sea el trayecto, el sentimiento que nos provoca la cercanía de la muerte, fundamentalmente cuando ésta aún no había sido invitada a sentarse en nuestra mesa, es demoledor. Es en esos momentos cuando el ser humano, consciente ya de la caducidad de sus días, comienza a valorar sobremanera (o tal vez, en su justa medida), los pequeños detalles que la rutina le ofrece. “Quiero escuchar crujir la hojas al andar. Una vez más, ver que el otoño pasa en Madrid. Quiero guardar hojas doradas hasta el mes de abril…”, escribió Antonio Vega para una de las canciones de “3000 noches con Marga” —un disco puro, sensible y audaz, como lo era él—.

Otro documento demoledor, con el que tuve la suerte de encontrarme y de emocionarme hace pocas semanas, es la película “Deux jours à tuer” (traducida al español como “Dejad de Quererme”), del francés Jean Becker. Más allá de los prolegómenos de las interpretaciones, y del resto de valores técnicos y artísticos cuyo análisis no me interesa demasiado, quisiera hacer una simple alusión al mensaje que ésta despertó en mí, en relación con lo que les venía contando: la vida y sus “porqués”.

¿Qué harías tú si hoy mismo te diagnosticaran una muerte segura y prematura? Creo que por mucho que lo intentes, no podrías responder a esta pregunta con objetividad, ya que el ánimo que nos impulsa a actuar en unas circunstancias como estas, sólo lo descubrimos cuando nos encontramos sumidos en el hecho mismo. Por eso, la actitud de Antoine (Albert Dupontel) en “Deux jours à tuer” es, aunque incomprensible e inexplicable en algunos momentos, humana por encima de todo.

Antoine, como muchos de nosotros, nunca se había planteado la idea de morir. No tenía razones para ello, pero en el caso de tenerlas, la aureola de felicidad en la que se encontraba inmerso, no le hubiera permitido asumirla. Antoine quería seguir sacando a su perro por las mañanas, charlar con sus vecinas de frivolidades, jugar con sus hijos en el jardín, besar a su mujer al llegar a casa después de un largo día de trabajo, hacer el amor, etc. Sin embargo, durante la mayor parte de la película, en la que se resumen los últimos días de su vida, éste no hace más que despreciar su existencia, como un suicida postrado en medio de la vía del tren con los ojos cerrados, y el pecho descubierto y henchido.

No voy a reproducir con exactitud la exclamación que, como una explosión de sentimiento contenido, puso fin a esta historia de lo singular, salpicando mi vitalidad como agua hirviendo, mientras desfilaban los títulos de crédito y algunos espectadores. Yo la percibí como un “amo tanto a la vida, que deseo odiarla con todas mis fuerzas para no afrontar la idea de dejarla. No saldrá de mí un “estoy preparado, ven a buscarme”. Quiero seguir siempre así. Respirar, oler, besar, amar, llorar, reír…” Yo no quiero morirme nunca.

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