Andrei Tarkovsky es, en opinión del que escribe estas líneas, el mayor artista que ha dado la historia del cine. Su poética visual es incomparable (sólo otro director soviético, como es Sergei Parajanov, ha alcanzado tal nivel de sublimidad lírica y pictórica en su obras) al igual que la densidad místico-filosófica de sus trabajos, piezas cinematográficas que requieren a un espectador contemplativo y pensante.
Sólo pudo dirigir siete largometrajes: La infancia de Iván (1962), Andrei Rublev (1966), Solaris (1972), Zerkalo (El espejo, 1974), Stalker (1979), Nostalgia (1983) y Offret (Sacrificio, 1985).
Tarkovsky consideraba que el cine era “un mosaico hecho de tiempo”, de modo que lo que lo diferenciaba de otras artes era su capacidad para “atrapar” la realidad de ese tiempo. Tesis que irá plasmando a lo largo de su filmografía, dando lugar a secuencias de enorme duración, enmarcadas por una cámara de ritmo sedante. Su lenguaje cinematográfico, entendido como una conjunción de aspectos formales y temáticos, es único y fácilmente identificable, algo de lo que no muchos directores pueden presumir (Ozu, Dreyer, Mizoguchi, Naruse, Bergman desde Como en un espejo, Malick…). Rasgos que identifican e individualizan ese lenguaje, además de los comentados planos-secuencia, serían una puesta en escena en profundidad, el realce fotográfico de las texturas y materiales (influencia de los pintores flamencos), la agudeza a la hora de captar los sonidos y el movimiento de la naturaleza, su gusto por el travelling (sobre todo el de ida y vuelta), así como la superposición entre realidad y sueño (plasmada con la alternancia del color con el blanco y negro o tonos sepias y desaturados).
Andrei Rublev es su película más famosa, aunque no necesariamente la mejor, pues este honor bien podría recaer en Stalker u Offret. Se trata de una obra maestra absoluta, una de las cumbres del séptimo arte, que a partir de un personaje real y pintor de iconos, como era Rublev, realiza un retrato del contexto histórico de la Rusia del S.XV.
Tarkovsky y Konchalovski, autores del guión, rompen con la narración convencional y clásica, presentándonos una historia dividida en capítulos o cantos. En ellos, aunque siempre aparece el personaje de Rublev, este no es necesariamente el mayor protagonista de los mismos, pues a veces ocupa un papel de mero testigo. Esto ocurre en el episodio final de la campana, maravillosa metáfora de la fe y pequeña obra maestra, en cuyo tramo final, el blanco y negro de la película dará paso al color de los iconos reales de Rublev.
Tarkovsky nos muestra a Rublev como un artista idealista e hipersensible, que tras salir del monasterio, entra en contacto con todos los vicios y males de una sociedad (todavía hoy) enferma. Contacto que primero le hundirá, para posteriormente elevarlo hacia ese estado en el que, por fin, comprende la función que debe desempeñar en el mundo como artista adelantado a su tiempo. Los paralelismos entre el Andrei pintor y el Andrei cineasta, son más que evidentes.
No sería justo terminar el comentario sin hacer alusión al magnífico trabajo interpretativo de Anatoli Solonitsin como Rublev, en la que sería la primera de sus cuatro colaboraciones con el director.
También me gustaría indicar que ningún comentario hace justicia a ninguna obra de Tarkovsky, pues las palabras no pueden describir la profunda belleza y el misterio que se desprenden de su obra.
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