THERE'S ALWAYS TOMORROW (Siempre hay un mañana, 1955) es uno de
los títulos más insólitos y quizá menos conocidos del periodo dorado de
Douglas Sirk en el seno de la Universal. Una amplia presencia en un
estudio en el que, de la mano del productor Ross Hunter, Sirk legó
algunos de los exponentes más valiosos del genero, aportando una mirada
crítica y barroca al mismo tiempo. El melo de Sirk sirvió de
manera paralela como consumo ferviente de las norteamericanas en un
periodo de despegue de dicho país, que lloraban las andanzas
melodramáticas de Rock Hudson, Jane Wyman, Dorothy Malone o Lana Turner.
Pero de manera paralela, y a través del brillante y personalísimo
barroquismo visual desplegado por el cineasta, se escondía una de las
visiones más críticas de esa sociedad que en masa acudía a contemplar
estas propias películas. Esa doble mirada, unida a los modos visuales
ofrecidos por su artífice, consolidaron una rotunda visión del melodrama
cinematográfico en la que se integra el título que nos ocupa, pero que
en esta ocasión lo ofrece mediante un prisma posiblemente más modesto,
anticipando a mi modo de ver esa inclinación puntual del realizador por
un uso expresivo del blanco y negro, que tendría como fruto más rotundo
la excelente THE TARNISHED ANGELS (Ángeles sin brillo, 1958).
En el célebre libro de entrevistas que le dedicó Jon Halliday, Sirk se refiere con brevedad pero cierto afecto a THERE'S ALWAYS...,
destacando en
ella la brillantez de su pareja protagonista, aunque echando de menos en
la película una mayor fuerza en el personaje de la esposa que encarnaba
Joan Bennett, al tiempo que la propia presencia del color. No voy a
entrar a valorar lo manifestado por el propio cineasta, aunque sí
señalaré que esa propia ausencia de cromatismo, permite que esta muestra
del cineasta adquiera una extraña singularidad. Un elemento sin duda
buscado por el propio Sirk, ya desde los primeros compases del film, en
los que de manera irónica se presenta “la soleada California”,
confrontando su cotidianeidad con una tarde lluviosa. Muy pronto nos
introducirá en el mundo profesional que vive diariamente un acomodado
industrial de juguetes –Clifford Groves (Fred MacMurray)-. Los primeros
minutos nos mostrarán el dominio que este adquiere en un negocio que se
erige prácticamente como el epicentro de su vida, y disponiéndose en
todos los anaqueles del recinto, juguetes, muñecas y elementos que
aparecen aquí como fruto de la creación propiciada por el “Dios Grove”.
Paradójicamente supondrá su único mando válido, dirigiendo una empresa
destinada a la fabricación de juguetes que harán la delicia de los niños
norteamericanos. Pero esa eficacia en los negocios, muy pronto
revelarán el hecho de que Clifford se encuentra por completo desasistido
en su propia casa. Desde su esposa –Marion (Joan Bennett)-, que solo
piensa en atender a sus hijos, hasta la propia actuación de estos,
obstinados en sus citas y relaciones, pasando incluso por la propia
criada de la familia –encarnada por la admirable Jane Darwell-, lo
cierto es que muy pronto, con extraños tintes de comedia que muy pronto
devendrán sórdidos, atisbaremos el contexto doméstico en que se
desenvuelve la rutina existencial de nuestro protagonista. Cuesta
trabajo encontrar alguna película de aquel tiempo, que ofrezca en su
relato una visión más castrante y demoledora de la institución familiar.
Para Sirk, la familia Grove se manifiesta dentro del ámbito de lo que
en la Norteamérica de aquellos años se entendía como “ideal”, aunque
detrás de sus costuras se encuentre inserta con absoluta pertinencia la
presencia de un referente de relaciones en el que el dominio, el
desprecio, la hipocresía y la ausencia de verdadera personalidad invada a
sus componentes.
Será algo que sentirá en un momento dado el bonachón de Clifford, tanto por parte de su esposa como, sobre todo, sus desconsiderados hijos. En especial el mayor de todos ellos –Vinnie (el estupendo William Reynolds, recién salido de ALL THAT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955, también de Sirk), en donde encarnaba un rol de similares características). Se trata de un joven consentido, perfecto exponente del all american boy de la época, capaz de mostrar su constante recelo hacia la figura de su padre, en vez de compartir con él la realidad de su angustiosa situación. Vinnie igualmente demostrará un trato despectivo hacia su novia, como perfecto representante que es de la ausencia de valores que engendra un contexto acomodado y basado en las apariencias y los falsos buenos modos.
Un contexto este, en el que la presencia casual de Norma Viller (magnífica Barbara Stanwick) supondrá para nuestro protagonista el reencuentro con algo que parecía perdido para él; la autenticidad de los sentimientos. Norma fue un antiguo amor que finalmente no cuajó, viviendo esta un auténtico despegue profesional como diseñadora de moda. Paradójicamente, el retorno de esta al hogar de los Grove se planteará como una visión de lo que para ella aparece como el ideal de existencia; una vida familiar. Sin embargo, para su antiguo –y aún añorado- enamorado, la repentina presencia de esta quedará enmarcada como un auténtico halo de luz dentro del rutinario y oscuro contexto de su existencia. Sirk sabe expresar magníficamente ese constraste de perspectivas, ofreciendo una visión más romántica y reposada de los momentos, citas e instantes compartidos por Norma y Clifford, e incidiendo en el casi insoportable marco de existencia familiar definido en el empresario juguetero. Sin embargo, esa lógica adscripción sirkiana no impide que entremedias inserte su sempiterna presencia de la incidencia del destino y la casualidad como marco de la infelicidad, sobre todo en aquellas acciones de los dos antiguos amantes que son contempladas por Vinnie, en primera instancia de manera casual, aunque más adelante casi anhelados por el autosuficiente y egoísta vástago de los Grove.
Será este un contraste de modos de asumir la existencia, que se encontrará muy bien entrelazado por las maneras del realizador, expresando a través de ellos no solo el anhelo del ser humano en busca de su felicidad, entendida esta como un anhelo de realización personal, compartida por los seres que pueda amar y comprender, sino la practica imposibilidad del individuo por una realización plena, en la medida que la opción por un sendero significará, ineludiblemente, el descuido de los elementos complementarios sin cuya presencia esa felicidad sería sencillamente inexistente. Ese grito lanzado en voz baja, la invectiva ofrecida con guante blanco pero portando una bola de acero, es planteada por el realizador alemán renunciando al brillo que le proporcionaba el uso del color –por más que el b/n aportado por el habitual Russell Metty sea magnífico-, pero apostando por el especial cuidado que muestra en la composición de unos planos en los que abundarán la presencia de sus protagonistas insertos entre rejas u objetos que denotan esa opresión vital que ahogan sus vidas, que les acompañarán mientras vivan. Tanto ello como la analogía de Grove con una de sus propias creaciones –ese robot que va a tener un gran éxito, pero que representa en sí mismo la alienación del individuo-, tendrá una especial significación en los planos finales. Una conclusión en la que puede parecer que todo vuelve al orden. Norma abandonará Los Ángeles no sin antes haber abierto los ojos a los hijos de su antiguo amor; Vinnie recapitulará e intentará recuperar el respeto de su novia. Incluso los vástagos del protagonista intentarán un acercamiento a este, apareciendo como valedores de una ficticia ceremonia o rito familiar. En realidad, Clifford asumirá su fracaso existencial, contemplando desde la ventana de su cómoda vivienda como se eleva el avión en el que viaja la única posibilidad que tenía para salir de la aterradora tela de araña en la que se ha convertida su marco de existencia, por más que sus perfiles aparezcan revestidos de terciopelo y buenos modales.
Esa analogía visual de la imposible identificación de dicho vuelo, supone la última vuelta de tuerca de uno de los relatos de factura más sobria realizados por Sirk dentro de su aportación al melodrama, en el que el realizador trasladó una continuidad y actualización temporal de la previa ALL I DESIRE (Su gran deseo, 1953), y que personalmente creo se erige como una de sus cargas de profundidad más rotundas cuestionando el gran sueño americano.
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Será algo que sentirá en un momento dado el bonachón de Clifford, tanto por parte de su esposa como, sobre todo, sus desconsiderados hijos. En especial el mayor de todos ellos –Vinnie (el estupendo William Reynolds, recién salido de ALL THAT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955, también de Sirk), en donde encarnaba un rol de similares características). Se trata de un joven consentido, perfecto exponente del all american boy de la época, capaz de mostrar su constante recelo hacia la figura de su padre, en vez de compartir con él la realidad de su angustiosa situación. Vinnie igualmente demostrará un trato despectivo hacia su novia, como perfecto representante que es de la ausencia de valores que engendra un contexto acomodado y basado en las apariencias y los falsos buenos modos.
Un contexto este, en el que la presencia casual de Norma Viller (magnífica Barbara Stanwick) supondrá para nuestro protagonista el reencuentro con algo que parecía perdido para él; la autenticidad de los sentimientos. Norma fue un antiguo amor que finalmente no cuajó, viviendo esta un auténtico despegue profesional como diseñadora de moda. Paradójicamente, el retorno de esta al hogar de los Grove se planteará como una visión de lo que para ella aparece como el ideal de existencia; una vida familiar. Sin embargo, para su antiguo –y aún añorado- enamorado, la repentina presencia de esta quedará enmarcada como un auténtico halo de luz dentro del rutinario y oscuro contexto de su existencia. Sirk sabe expresar magníficamente ese constraste de perspectivas, ofreciendo una visión más romántica y reposada de los momentos, citas e instantes compartidos por Norma y Clifford, e incidiendo en el casi insoportable marco de existencia familiar definido en el empresario juguetero. Sin embargo, esa lógica adscripción sirkiana no impide que entremedias inserte su sempiterna presencia de la incidencia del destino y la casualidad como marco de la infelicidad, sobre todo en aquellas acciones de los dos antiguos amantes que son contempladas por Vinnie, en primera instancia de manera casual, aunque más adelante casi anhelados por el autosuficiente y egoísta vástago de los Grove.
Será este un contraste de modos de asumir la existencia, que se encontrará muy bien entrelazado por las maneras del realizador, expresando a través de ellos no solo el anhelo del ser humano en busca de su felicidad, entendida esta como un anhelo de realización personal, compartida por los seres que pueda amar y comprender, sino la practica imposibilidad del individuo por una realización plena, en la medida que la opción por un sendero significará, ineludiblemente, el descuido de los elementos complementarios sin cuya presencia esa felicidad sería sencillamente inexistente. Ese grito lanzado en voz baja, la invectiva ofrecida con guante blanco pero portando una bola de acero, es planteada por el realizador alemán renunciando al brillo que le proporcionaba el uso del color –por más que el b/n aportado por el habitual Russell Metty sea magnífico-, pero apostando por el especial cuidado que muestra en la composición de unos planos en los que abundarán la presencia de sus protagonistas insertos entre rejas u objetos que denotan esa opresión vital que ahogan sus vidas, que les acompañarán mientras vivan. Tanto ello como la analogía de Grove con una de sus propias creaciones –ese robot que va a tener un gran éxito, pero que representa en sí mismo la alienación del individuo-, tendrá una especial significación en los planos finales. Una conclusión en la que puede parecer que todo vuelve al orden. Norma abandonará Los Ángeles no sin antes haber abierto los ojos a los hijos de su antiguo amor; Vinnie recapitulará e intentará recuperar el respeto de su novia. Incluso los vástagos del protagonista intentarán un acercamiento a este, apareciendo como valedores de una ficticia ceremonia o rito familiar. En realidad, Clifford asumirá su fracaso existencial, contemplando desde la ventana de su cómoda vivienda como se eleva el avión en el que viaja la única posibilidad que tenía para salir de la aterradora tela de araña en la que se ha convertida su marco de existencia, por más que sus perfiles aparezcan revestidos de terciopelo y buenos modales.
Esa analogía visual de la imposible identificación de dicho vuelo, supone la última vuelta de tuerca de uno de los relatos de factura más sobria realizados por Sirk dentro de su aportación al melodrama, en el que el realizador trasladó una continuidad y actualización temporal de la previa ALL I DESIRE (Su gran deseo, 1953), y que personalmente creo se erige como una de sus cargas de profundidad más rotundas cuestionando el gran sueño americano.
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