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Muero cada amanecer (1939) de William Keighley (por Father Caprio)

A los violentos años 20 le siguieron unos años, los 30, en que el cine de gángsters se hizo un hueco en las salas norteamericanas y desde allí se internacionalizó. Directores como Raoul Walsh, William A. Wellman, Roy del Ruth, Howard Hawks, el propio Curtiz o este William Keighley nos dejaron notables trabajos que ponían el acento en la era de la prohibición y en un mundo donde la depresión económica se cocinaba entre delincuencias, organizadas o no, y corrupciones varias.

Muchos han sido los actores que se hicieron un hueco en el género pero, entre ellos, dos comparten el sillón de los más grandes: Edward G. Robinson y James Cagney. Luego están los Bogart, Raft o el mismísimo Paul Muni en aquel espléndido Scarface, pero ellos marcaron un estilo propio e inimitable para un género que encontraba sus argumentos en la dura cotidianeidad de un período negro de la historia norteamericana.

Sin embargo lo que caracteriza a Muero cada amanecer no es tanto ese sórdido submundo de gángsters, asesinos, ladrones, extorsionistas, matones y gentes de la peor calaña. Todos esos personajes están ahí, encarcelados, pero los espectadores nos damos cuenta muy rápidamente que muchos de los que están fuera tienen más boletos para estar dentro que algunos de los reclusos. El film de Keighley es una crítica rotunda tanto al sistema carcelario como a la corrupción política y la moraleja que nos deja es que muchas veces la honestidad, la lealtad y los principios de una verdadera amistad se encuentran antes entre las clases más desfavorecidas que entre los poderosos.

En su inicio el film sitúa rápidamente la cuestión. Una pancarta electoral de un candidato político. Un grupo de hombres quemando documentos presumiblemente comprometedores. Un periodista: Frank Ross (James Cagney) observando la escena. Operación corrupta habemus. Algo así como la Spanish Malaya. El fiscal del distrito, candidato a gobernador, implicado en negocios turbios y Ross dispuesto a levantar la liebre. Como supondrán el intrépido reportero acaba golpeado, rociado en whisky y a los mandos de un vehículo que se estrella contra otro causando la muerte de tres personas. Declarado culpable de homicidio involuntario es enviado a prisión, donde descubre la brutalidad carcelaria y entabla amistad con un delincuente habitual "Hood" Stacey (George Raft) al que accede a ayudar a cambio de que Hood y su banda encuentren y hagan confesar la verdad a quienes incriminaron al periodista.

La película supuso la primera (o casi) colaboración entre Cagney y Raft (hubo un trabajo anterior donde la aparición de Raft casi pasó desapercibida: (Taxi de Roy del Ruth) y ello atrajo a los espectadores dado el carisma de estos dos grandes actores. En el lado negativo, hubo una cierta reacción institucional poco favorable a argumentos críticos con los estamentos americanos especialmente en un tiempo donde se barruntaba el conflicto bélico mundial.

Sin embargo estamos hablando de una película más que interesante, con dos grandísimas interpretaciones de Cagney y Raft, y con la posibilidad de ver a un Bogart que por aquellos años se vestía de personajes a menudo ruines. Es cierto que algunos detalles muy peliculeros, tales como el ingreso voluntario de Stacey en el penal para ayudar a su amigo o la bondad extrema del alcaide de la prisión, resultan un tanto forzados en aras a un final ejemplarizante del film, pero menguan poco la nota de un buen trabajo de un director a revisar en el futuro: William Keighley.

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