A los violentos años 20 le siguieron unos años, los 30, en que el cine
de gángsters se hizo un hueco en las salas norteamericanas y desde allí
se internacionalizó. Directores como Raoul Walsh, William A. Wellman,
Roy del Ruth, Howard Hawks, el propio Curtiz o este William Keighley nos
dejaron notables trabajos que ponían el acento en la era de la
prohibición y en un mundo donde la depresión económica se cocinaba entre
delincuencias, organizadas o no, y corrupciones varias.
Muchos han sido los actores que se hicieron un hueco en el género pero,
entre ellos, dos comparten el sillón de los más grandes: Edward G.
Robinson y James Cagney. Luego están los Bogart, Raft o el mismísimo
Paul Muni en aquel espléndido Scarface, pero ellos marcaron un
estilo propio e inimitable para un género que encontraba sus argumentos
en la dura cotidianeidad de un período negro de la historia
norteamericana.
Sin embargo lo que caracteriza a Muero cada amanecer no es tanto
ese sórdido submundo de gángsters, asesinos, ladrones, extorsionistas,
matones y gentes de la peor calaña. Todos esos personajes están ahí,
encarcelados, pero los espectadores nos damos cuenta muy rápidamente que
muchos de los que están fuera tienen más boletos para estar dentro que
algunos de los reclusos. El film de Keighley es una crítica rotunda
tanto al sistema carcelario como a la corrupción política y la moraleja
que nos deja es que muchas veces la honestidad, la lealtad y los
principios de una verdadera amistad se encuentran antes entre las clases
más desfavorecidas que entre los poderosos.
En su inicio el film sitúa rápidamente la cuestión. Una pancarta
electoral de un candidato político. Un grupo de hombres quemando
documentos presumiblemente comprometedores. Un periodista: Frank Ross
(James Cagney) observando la escena. Operación corrupta habemus. Algo
así como la Spanish Malaya. El fiscal del distrito, candidato a
gobernador, implicado en negocios turbios y Ross dispuesto a levantar la
liebre. Como supondrán el intrépido reportero acaba golpeado, rociado
en whisky y a los mandos de un vehículo que se estrella contra otro
causando la muerte de tres personas. Declarado culpable de homicidio
involuntario es enviado a prisión, donde descubre la brutalidad
carcelaria y entabla amistad con un delincuente habitual "Hood" Stacey
(George Raft) al que accede a ayudar a cambio de que Hood y su banda
encuentren y hagan confesar la verdad a quienes incriminaron al
periodista.
La película supuso la primera (o casi) colaboración entre Cagney y Raft
(hubo un trabajo anterior donde la aparición de Raft casi pasó
desapercibida: (Taxi de Roy del Ruth) y ello atrajo a los
espectadores dado el carisma de estos dos grandes actores. En el lado
negativo, hubo una cierta reacción institucional poco favorable a
argumentos críticos con los estamentos americanos especialmente en un
tiempo donde se barruntaba el conflicto bélico mundial.
Sin embargo estamos hablando de una película más que interesante, con
dos grandísimas interpretaciones de Cagney y Raft, y con la posibilidad
de ver a un Bogart que por aquellos años se vestía de personajes a
menudo ruines. Es cierto que algunos detalles muy peliculeros, tales
como el ingreso voluntario de Stacey en el penal para ayudar a su amigo o
la bondad extrema del alcaide de la prisión, resultan un tanto forzados
en aras a un final ejemplarizante del film, pero menguan poco la nota
de un buen trabajo de un director a revisar en el futuro: William
Keighley.
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