ccc

Cuentos de Navidad (Parte I) (2010) por Anónima

Cada diciembre los cuentos navideños, tras meses sumidos en un estado de hibernación, parecen despertar de su extenso letargo. Envueltos en un halo de sopor, aprendido a fuerza de una periodicidad anual de siglos, regresan cada invierno para impregnar la Navidad con su sombra de melancolía. Tienen la frescura y la alegría triste de las narraciones que fueron germen de los primeros relatos navideños: los evangelios de San Mateo y San Lucas, probablemente. Son bálsamo de fantasía, sonrisa de sargazo, mirada ensoñadora de tristeza y manos de corales. Vuelven y lastran los recuerdos y hacen crecer silencios en cada gota de agua que hurtan a los ojos. Traen, por si la noche duele y se entraña, cristales de memoria que azulean.

Todos tenemos nuestros propios cuentos, historias navideñas que evocamos, relatos de invierno que avivan emociones olvidadas cuando el frío es tan denso que atenaza las sombras. A veces buscamos en ellos la caricia del espino, un roce tibio que araña el alma; otras, fulgores de antaño, alegrías muertas que —quién sabe cómo— vuelven, por un instante, a la vida.

El cine, ya lo dijo Manuel Gutiérrez Aragón, fagocitó las artes y —creo— aprehendió los cuentos. Los cineastas comprendieron enseguida la importancia de ese tipo de relatos y, con mejor o peor fortuna, los adaptaron pronto al celuloide. Una vez superado el entusiasmo inicial por filmar la vida en movimiento (La sortie des usines Lumière o L’arroseur arrosé de los hermanos Lumière, ambas de 1985, o Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza, filmada en 1896 por Eduardo Jimeno), por primera vez se abría la caja de la fantasía, se derribaban los muros de la imaginación y los ojos penetraban el reino de los sueños (ajenos, lamentablemente, en muchos casos). Georges Méliès fue pionero en el arte de la magia cinematográfica; con su Viaje a la luna (Le voyage dans la lune, 1902) la ficción adquiere carta de naturaleza en la gran pantalla y nace lo que César Arconada llamaría “proyector de luna”.

Recuerdo la emoción indeleble que me produjo El Príncipe Feliz (1888) de Oscar Wilde, un delicioso cuento de profunda delicadeza que, lamentablemente, solo cuenta con una adaptación cinematográfica (The Happy Prince, 1974, dirigida y adaptada por Michael Mills) —nunca, según creo, estrenada en España—. Se trata, sin duda, de una pequeña joya, que nunca llegó a producirme, sin embargo, tan intensa emoción como el relato original. Y es que las palabras de Wilde ejercían sobre mí una enigmática fascinación que aquellos dibujos animados fueron incapaces de imitar. Intuía en aquella golondrina ejemplar una especie de psicopompo que había de liberar el alma del príncipe, enrejada en su cuerpo de oro, y acompañarla al cielo.

Otro cuento de hadas de exquisita belleza que acompañó mis tardes invernales fue El ruiseñor y la rosa (The Nightingale and the Rose, de 1888, en el original inglés), adaptado al cine, por única vez, en 1997, por Alfredo E. Rivas. Desafortunadamente, tampoco la versión del director y guionista puertorriqueño ha logrado devolverme aquellas caricias de aguijones. Porque supe, en el libro, del amor y de la muerte al ritmo lento con que brota una rosa roja al claro de luna, al compás del canto acrisolado en el dolor profundo de la espina, tan hondo, tan alto que mi propio corazón dejó una gota de sangre en aquel jardín nevado.

Esa misma aflicción profunda que se acrecienta hasta el hálito postrero sentí al contemplar a la vendedora de fósforos, tan desvalida, apagándoseme lentamente, con cada copo de nieve que rozaba sus pestañas, en cada leve resplandor ígneo.

Varias versiones fílmicas pude ver del clásico de Hans Christian Andersen, pero ninguna me pareció tan especial como aquella primera película muda titulada The Little Match Seller (James Williamson, 1902) en la que, a través del empleo de dobles exposiciones, las paredes se volvían transparentes y dejaban ver las visiones de la niña. Solo la fábrica de fantasía de Walt Disney consiguió devolverme, en 2006, retazos de mi sueño.

Resultaría tedioso continuar enumerando sombras —cada uno tiene sus cuentos—, simplemente conjurémoslas para que vuelvan, invoquemos su presencia aunque solo sea en Navidad y miremos las estrellas como recomendaba El principito. La única versión cinematográfica que vi fue el estupendo musical de Stanley Donen (The Little Prince, 1974), pero una vez más, a pesar de Gene Wilder (el zorro) y de Richard Kiley (el piloto), me decepcionó. Con el Principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943) aprendí que “no se ve bien sino con el corazón porque lo esencial es invisible a los ojos” y a no dejar nunca de ver lo que hay dentro de una caja cerrada; comprendí “que es el tiempo que has perdido con tu rosa —única— lo que hace tu rosa tan importante” y que uno es responsable para siempre de su flor y qué significa domesticar y el color del trigo y muchas otras cosas, porque Le Petit Prince, para mí, también fue un cuento de invierno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario